El poder de la curva
“Y aquí estoy predicando la arquitectura orgánica, declarando que es el ideal moderno. ¿La forma sigue a la función? Sí, pero lo que importa más ahora es que la forma y la función son una”, declaraba Frank Lloyd Wright (EU, 1867) en Organic Architecture. Wright utilizó por primera vez el término ‘arquitectura orgánica’ en un artículo para Architectural Record en 1914. Escribió que “el ideal de una arquitectura orgánica es un edificio sensible y racional que debe su estilo a la integridad con la que fue diseñado individualmente para cumplir con un proceso de ‘pensamiento’, pero también de ‘sentimiento’”.
Este maestro de la arquitectura del siglo XX nos dejó uno de los ejemplos más conocidos proyectando la Fallingwater o Casa de la Cascada –que carece de curvas sinuosas comúnmente asociadas a lo orgánico pero utiliza materiales propios del lugar– para la familia Kaufmann en Pensilvania. O el Museo Guggenheim de Nueva York que, después de 16 años de bocetos, planos y obras, fue inaugurado y logró reconocimiento internacional con su famosa espiral expositiva.
La característica más notable de la arquitectura orgánica es que toma en cuenta aspectos psicológicos para la producción de espacios habitables por el hombre. La idea del organicismo se plantea desde el equilibrio entre el desarrollo humano y el mundo natural. Así, los edificios y mobiliario pasan a ser parte de una composición, no recursos impuestos.
Otro de los grandes precursores de esta corriente es Alvar Aalto. Los proyectos del finlandés son auténticas joyas. Estaba sumamente preocupado por la humanización de la arquitectura y la entendía como una propuesta cultural que responde a una sociedad concreta, y no solo como algo funcional y técnico. Uno de los mejores ejemplos es la Biblioteca de Viipuri, cuyo techo ondulado en el salón de actos, construido en madera como un plano continuo y plegado, da la sensación de alargar el espacio. A partir de aquí la curva se convertiría en un recurso continuo en las obras de Aalto. Tanto en sus edificios como en sus exquisitas piezas de mobiliario. Véase la silla Paimio, objeto de obsesión de todos aquellos que hemos estudiado arquitectura.
Y, por supuesto, el español Antoni Gaudí. Su sentido innato de la geometría y el volumen, así como una gran capacidad imaginativa, le permitían proyectar mentalmente sus obras. De hecho, pocas veces realizaba planos detallados. Gaudí estudió en profundidad las formas orgánicas y anárquicamente geométricas de la naturaleza buscando un lenguaje para poder plasmarlas en sus edificios. Siete de sus obras han sido declaradas por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad: el Parque Güell, el Palacio Güell, la Casa Milà, la fachada del Nacimiento, la cripta y el ábside de la Sagrada Familia, la Casa Vicens y la Casa Batlló y la cripta de la Colonia Güell.