Fue testigo de los mejores excesos de la ciudad que nunca duerme. 


New York, la tan proclamada &ldquo;capital mundial&rdquo;, esa ciudad que constantemente vemos en pel&iacute;culas, que sirve de escenario a innumerables historias y que se nos asemeja a la meca del&nbsp;cool-fashion-trendy&nbsp;gracias a&nbsp;Gossip Girl y Sexo en Nueva York;&nbsp;tuvo, en los maravillosos a&ntilde;os 70, la mejor sala de fiestas del sistema solar y ahora es objeto de un docuemental.&nbsp;

Studio 54 era un delirio. Un mundo aparte, creado en torno a la idea y el objetivo de huir de los sentidos, de lo real, de lo aburrido. Cada noche, la sala sorprend&iacute;a con algo nuevo, cada vez m&aacute;s rompedor, m&aacute;s provocativo, m&aacute;s &eacute;pico. Camareros j&oacute;venes y ligeros de ropa, sugerentes se&ntilde;oritas y un peque&ntilde;o mercado negro de sustancias ilegales en los lavabos, constitu&iacute;an un buen reclamo. Ubicada en la calle 54 Oeste de Manhattan, en lo que fuera antiguo teatro de los a&ntilde;os 20, abri&oacute; sus puertas y descorch&oacute; su primer champagne en 1977. El sitio solo estuvo abierto durante tres a&ntilde;os y a&uacute;n as&iacute; las historias en ese lugar&nbsp;son infinitas.

Era el sitio en el que ver, y dejarse ver. En aquellos a&ntilde;os, la revoluci&oacute;n sexual acababa de estallar y la libertad m&aacute;s absoluta se ergu&iacute;a como el principal deseo. La m&uacute;sica disco sonaba a todo volumen y el glitter flu&iacute;a por doquier.

En la pista de baile se mezclaban cada noche bajo sus bolas de discoteca modelos, fot&oacute;grafos, millonarios, arist&oacute;cratas europeos, jeques y pr&iacute;ncipes &aacute;rabes que volaban en sus jets privados exclusivamente para acceder a semejante para&iacute;so&hellip; documentando todo aquello, polaroid en mano, Andy Warhol con su plateada peluca. Personajes fant&aacute;sticos como Disco Sally, una viuda de 70 a&ntilde;os que no se perd&iacute;a ni una juerga (de hecho, falleci&oacute; en medio de la pista de baile, rodeada de lentejuelas y fren&eacute;ticos bailarines semi-desnudos). Bianca Jagger celebr&oacute; all&iacute; su cumplea&ntilde;os, accediendo al local a lomos de un caballo blanco. A la semana siguiente, Grace Jones, posiblemente celosa, decidi&oacute; hacerlo acompa&ntilde;ada de dos jaguares con correas de brillantes. El caso era llamar la atenci&oacute;n, que se hablase de ti.

En el centro de esa vor&aacute;gine, Steve Rubell, copropietario de semejante &quot;Pa&iacute;s de Nunca Jam&aacute;s&quot;. Apostado en la puerta, &eacute;l decid&iacute;a quien entraba, y qui&eacute;n no. Pasar la barrera de semejante cancerbero se convirti&oacute; en una de las pruebas m&aacute;s dif&iacute;ciles de la Gran Manzana. Un para&iacute;so solo accesible para los ricos, guapos y famosos, lo m&aacute;s chic de la sociedad neoyorkina del momento se daba cita all&iacute; para dar rienda suelta a sus excesos (sobre todo en aquellos tiempos, donde la droga no mataba, o al menos se desconoc&iacute;a, y el sexo seguro no era m&aacute;s que una sugerencia).

Pero toda buena historia llega a su fin. Los focos de colores se apagaron en 1980, tras cierto esc&aacute;ndalo que involucraba a sus propietarios con una buena evasi&oacute;n de impuestos (nadie es perfecto&hellip;). tres&nbsp;a&ntilde;os de desenfreno que dejaron una leyenda, un referente, un icono.

Studio 54 (o la prueba de que Nueva York era una fiesta)

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